Capítulo XIII. De los habanos y de cómo explotan

     Al pasar el tiempo, su fama se volvió legendaria. Por su habilidad para esquivar las balas y finalmente la muerte, el abuelo fue bautizado como El Mago. Entre la tropa sus proezas se engalanaban al ser narradas, y gradualmente se tornó en un mito: El Legendario Capitán Mago y su Habano de Fuego.

     Cada guerra viene con sus héroes y leyendas bajo el brazo. En la familia se dieron ambas, mi padre Darío José fue un héroe. Recibió su primera condecoración cuando aún no había celebrado mi segundo cumpleaños. Su participación en las fuerzas armadas lo llevó a trasladarse hacia las montañas al norte del país, en las regiones de Estelí y Matagalpa. Regresaba a escondidas cuando se podía a León y por visitas que a mi madre y a mí, nos parecían demasiado cortas. En su ausencia, el abuelo Jairo me acompañaba, haciendo todo lo que estaba a su alcance para llenar ese vacío.

     Dicen que las leyendas describen a la gente ordinaria, que las circunstancias y su sorprendente capacidad para sobreponerse a ellas, las convirtieron en personajes extraordinarios. El abuelo fue eso para mí, una gran persona, siempre alegre, cariñosa y sonriente, confiando en la vida y en su destino, y eso sí, con algún dulce de piloncillo o de coco, siempre escondido entre los bolsillos de su uniforme de oficial, para aparecerlo por arte de magia, sacarlo frente a mis ojos de la nada, con su hermosa sonrisa. Al fin y al cabo, el abuelo para la gente que no lo conoció como yo, en la intimidad de su cariño, no dejaba de ser ese gran héroe: El Capitán Mago. Pero para mí, siempre fue esa presencia que cierro los ojos y la evoco:

     —¡Bicha y vos ¿dónde andás que no te encuentro?!

     —Jajá, ¡acá abuelo atrás de vos!

     —¡Bandida! ¿Y, qué escondés en la oreja de elefanta?

     —Ay abuelo, ¡qué ricos dulces de piloncillo! Son mágicos… no entiendo cómo salieron de las orejas, y además, ¿de coco?

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