Capítulo XIII. De los habanos y de cómo explotan

     —¡Ella es una mujer hermosa! —comentó el abuelo esa tarde, refiriéndose a su avioneta—. Claro que comparada con la Abuela, su hermosura se mostraba insignificante. Por supuesto, eso mismo pasa al comparar a cualquier elemento femenino con Manuela… con excepción de vos, bicha. Pero, siempre he sostenido que vos sos la excepción a la regla. ¡Vos sos fuera de serie! Regresando al tema, es una belleza de avioneta, en esto, no hay lugar ni para la más mínima de las dudas. Al invitar al señor Obispo a venir a la finca, le mencioné que queríamos que bautizara a nuestra hija más linda, la recién nacida y por lo tanto, la más joven de todas.

     —Así que arreglé para que lo recogiera un chofer en el aeropuerto, temprano por la mañana —comentó la abuela—. Y, así fue. Llegó muy elegantemente ataviado, esa era su costumbre. En esa ocasión, venía vestido con una casaca negra, su cuello y los puños en rojo. Ese día, me trajo un ramo de flores —recordó la abuela pensativamente.

     —¡Rosas rojas! Ese pedazo de obispo siempre estuvo detrás de tus huesitos, Manuela, —exclamó el abuelo y la abuela se sonrojó ligeramente.

     Desde niña, yo me encontraba totalmente acostumbrada a estos desplantes de amor del abuelo. Sabía claramente que el abuelo estaba perdidamente enamorado de la abuela y al hablar de ella, a veces nosotros también lo perdíamos entre las nubes de sus vuelos románticos. Me gustaba sobremanera, el alcanzar a ver, cómo la abuela también le correspondía ese amor. Ella lo amaba con una intensidad sin precedentes. Aun en esos días lejanos, deseaba con toda el alma encontrarme algún día, con alguien que me amara con ese ardor, sin medida y además, que pudiese yo corresponderle, amándolo a la vez con esa misma fuerza incontenible.

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