Capítulo XIII. De los habanos y de cómo explotan
—Jairito, solo pido que te cuides mucho al volar en esas misiones tan peligrosas en que te embarcás. Y rezo siempre, para que regreses a almorzar, una vez que hayas terminado.
Todo esto sucedió hace tantos años. Yo había cumplido apenas los nueve años y tres días. En la avioneta de mi abuelo, yo ya no lo acompañaba sentada entre sus piernas.
Mi asiento, esa caja de madera, fue ocupado por una carga muy diferente. En el interior de la caja, ahora había cartuchos de dinamita, amarrados en grupos de tres y de cinco. Pero eso sí, mi gorra de aviador y mis gafas seguían acompañándolo por los aires, siempre en su lugar a la izquierda del tablero. Ellos eran los remanentes de otra época, los testigos casuales de un pequeño interludio en mi vida dentro de los tiempos turbulentos de guerra, cuando todavía volábamos juntos los dos, sin mayor preocupación y sin contemplar esa bendita libertad que en esos momentos gozábamos.
Cuando conversábamos sobre asuntos sin trascendencia, fumigando las cosechas, sin percibir lo bendecidos que eran nuestros días. Esos fueron los días que formaron parte de esa sencilla y tal vez, acaso un poco ingenua cotidianidad, donde no apreciábamos el verdadero regalo de vida que sosteníamos en nuestras manos.!
Sobre el tablero y junto a la brújula, invariablemente llevaba un rosario de cuentas negras. Era un regalo de la abuela Manuela, quien había logrado que se lo bendijera el señor obispo de Managua, muchos años antes.
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