Capítulo XII. De la costa atlántica y de sus piratas caribeños
Llegamos el domingo, temprano por la tarde. Justo a tiempo, pues al día siguiente regresaron mi madre y mi abuela a León.
—Vaya, y este par de langostas tan quemaditas del sol. ¿Dónde se metieron durante el fin de semana? —preguntó la abuela cuando nos vio.
—A, ¿eso? Fijate vos. La sipote no se sentía bien, comimos unos camarones y se sentía muy llena, ¡qué poco aguantan hoy en día! Al parecer comió demasiado. Entonces yo pensé, lo mejor que se puede hacer, irnos a la playa y pasar un rato tranquilo. Y eso, fue exactamente lo que hicimos —contestó, mientras volteó a verme y me cerró un ojo.
Después, cuando nos encontrábamos solos los dos, me dijo:
—¡Viste bicha! Sin necesidad de decir mentiras, ni blancas, ni negras o azules. Es totalmente cierto que nos la pasamos en la playa. —Dicho lo cual, se retiró tranquilamente a tomarse unos rones con la abuela.
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