La niña de la laguna


Capítulo XII. De la costa atlántica y de sus piratas caribeños

La pareja Cholula, Estado de Puebla, México
La pareja
Cholula, Estado de Puebla, México

     Yo amaba esos desplantes pueriles del abuelo. Para mí, él era la encarnación viva de mi propio Peter Pan hecho realidad, el que me podía transportar a una vida dentro de un mundo lleno de colorido y repleto de tantas vivencias misteriosas y encantadas. Él tenía el valor de dejar atrás el ser adulto, por un momento… que lo transformaba en eterno. Y mientras tanto, abrazar con toda su alma, la alegría de volver a su infancia y con todo lo que eso significa. Así, desde mi punto de vista, él se constituía en un ser inmortal. Sí, admito que me encantaba acompañarlo y jugar con él a su lado. Me abría la puerta, a su Wendy, a su fiel compañera de juegos, para poder visitar ese mundo mágico tan suyo, un cosmos situado en su imaginación sin fronteras,

     —Ahora si abrochate bien ¡que ahí vamos! —Y nos enfilamos a una calle en el centro de la ciudad, el abuelo cantando felizmente la canción de María de los Guardias, a todo volumen y con esa ronca voz, que le gustaba hacer al cantar canciones de Carlos Mejía. Felizmente no había vehículos transitando y era una calle bastante amplia. Aterrizamos y seguimos despacio por el centro de la calle. Un señor, con un sombrero ancho de paja, nos señaló la vuelta hacia un lote baldío aplanado. Entramos, el abuelo gozaba y con una carcajada apagó los motores.

     Cuando finalmente descendimos de la avioneta, quedé asombrada de la multitud que se había congregado de la nada. Recordando aquel momento, todavía no tengo la menor idea acerca de donde salió ese gran gentío. Solo recuerdo que fue creciendo rápidamente, conforme la gente salía de todos lados y aparentemente se materializaba de la nada. El caso es que cuando me di cuenta, ya nos habían rodeado, tratando todos de saludar al abuelo. La aglomeración se había posicionado entre el baldío donde la avioneta y la calle. Conforme fuimos avanzando, comenzó una fuerte ovación, entremezclada con rechiflas y gritos procedentes del regocijo general, que nos manifestaba la más cálida de las bienvenidas. Por lo visto, era ampliamente conocido en el pueblo y más allá, verdaderamente querido entre la población.

     Tardó un buen rato en saludar apropiadamente a cada uno de la muchedumbre. No me extrañó escucharlo saludar de nombre a todos. Entretanto, de entre toda esa gente aglomerada, emergió una mujer joven, destacándose por su altura y por su belleza. Portaba una amplia sonrisa en su rostro. Ella caminaba descalza y vestía ropas ligeras. Su piel era color cobrizo, seguramente el resultado de una vida bajo los rayos de ese sol tropical que nos iluminaba. Abrazando cariñosamente al abuelo, nos fue conduciendo por fuera de la multitud. Tomó al abuelo de la mano y con su mano izquierda me tomó de mi mano derecha. Mano en mano y juntos los tres, caminamos por la calle hasta llegar a la otra avenida del pueblo, la que bordeaba un muelle del lado de la laguna.


 

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