La vida, como las personas, debe de llevar lo justo de dulzura… de lo contrario, corre el riesgo de empalagar
Por lo mismo, Felipe siempre encontró en Angélica la refrescante visión de una mujer de mundo, la presencia de una persona cuyos pasos avanzaban recto, firmes y seguros, de una mente sumamente inteligente cuyos pies se mantenían firmemente plantados en la tierra, y definitivamente, poco dada a especulaciones místicas. Por lo tanto, en esos momentos, se encontraba terriblemente confuso y sin saber que pensar.
Se intercambiaron miradas cargadas de significado entre Felipe y su esposa. Breves miradas casi momentáneas, pero en ellas, se transmitía discretamente la mutua preocupación acerca de la lucidez de la abuela.
Pilar intentaba imaginarse lo que pasaba por la mente de Felipe. Amigos desde niños, ella conoció desde su niñez y muy de cerca a doña Felicia. En un principio, quedó deslumbrada por la belleza física de su futura suegra, la cual era verdaderamente imponente. De seguro, lo mismo le ocurrió al padre de Felipe en su momento. Pero al paso de irse conociendo y tratando, la percepción de Pilar respecto a la madre de Felipe fue cambiando de manera drástica.
No es que Felicia fuera una mala persona. Todo lo contrario, ella pertenecía a esa categoría del ser en la que no hay cabida para la maldad. Demasiado inocente e ingenua, pensaría Pilar al respecto. Algo así como los dulces de arequipe de Urabá, los que se fabrican por allá en la costa atlántica. O, más bien, los dulces de maracuyá que hacen por allá por Santander y que tanto le gustan a Felipe. Los que precisamente… ¡empalagan por ser demasiado blandos!
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