De lo primero que aprendió del arte… fue el arte de defenderse
Un sábado por la tarde, se encontraban Camila y su mamá, sentadas atrás de la casa, a la sombra formada por los platanales y el bambú de guada. Se trataba de un sitio muy acogedor, profusamente decorado con maceticas de flores. Las tareas del día se habían concluido y Camila, por su parte, había logrado terminar de dejar todos los gallineros impecablemente alistados. Mientras Camila, le cortaba el cabello a su madre, conversaban tranquilamente.
«Mire Camila, vea con usté me paso de buena. No se atreva a leer mientras me arregla el pelo. Solo me falta que me vaya motilar el pelo con todo y las pestañas, pues».
«Señora, pero cómo se le ocurre. Vea, la voy a arreglar lo más de linda. Después, ya me sentaré a leer uno de mis libros, de lo más juiciosa».
«Ese es el problema con su mercé. Vea que su Apá se queja de tanto que lee, dice que pierde mucho tiempo en esas bobadas. Él piensa que su mercé anda con la cabeza metida dentro de un mundo de papel».
«¿Cómo así? Si yo colaboro con todo lo que pide. Me levanto y dejo todo listo antes de irme a la escuela. Cuando regreso, termino los pendientes de la tarde. No se puede quejar de que sea perezosa o pase haciendo maldades. Cómo me las arreglo para hacerlo es mi problema, pues».
«Y ¿por qué se pone brava conmigo, si yo no soy la que lo dice? Tranquila señora, yo solo le comento, vaya…».
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