Pronto entendió que después de llegar a la cima, invariablemente se vuelve a bajar
Ese columpio artesanal lo había labrado su Apito con más cariño que con lujos. Su asiento lo construyó con un grueso tablón de una madera vieja, bastante gastada pero bien pulida por el paso de los años. Con paciencia lo fue labrando a mano en sus raticos libres.
Una vez listo el asiento, procedió a amarrarlo a las ramas más bajas, pero al cabo fuertes del gran pino, con unas semejantes cuerdas gruesas, a quienes, a pesar de las apariencias, aún les quedaba mucha vida por delante. Acaso las ramas eran de las menos altas, pero no por eso dejaban de encontrarse a una considerable altura.
Y finamente, en este columpio, al niño le encantaba sentarse y sentir la brisita media fresca y un tanto fría, cuando pasaba zumbando por sus orejas. Ahí, él pasaba largos ratos, tan a gusto, acentuando el vaivén de ascensos y descensos, hasta que finalmente, se sentía volando por los aires.