Para él, sus rutinas eran el equivalente espiritual a rezar en la iglesia y así resguardarse de toda novedad, sorpresa o imprevisto que penetrara en el confortable vacío de su vida…
«Con esto en mente, le describiré una de sus rutinas matutinas… Como le mencioné, los lunes, miércoles y viernes, gustaba desayunar dos huevos tibios».
«Éstos los cocía mi abuela durante tres minutos exactos, midiendo cuidadosamente el tiempo con un reloj de arena blanca que se compró exclusivamente para ese efecto. Los huevos tibios los acompañaba con dos porciones de pan, cortados a medida precisa e idéntica».
«Primero, la abuela les quitaba las orillas y después les untaba una porción de mantequilla, estrictamente medida con una cuchara destinada a esa tarea. La medida se dejaba al ras con un cuchillo. Ambos, el cuchillo y la cuchara, solamente se usaban para esa tarea y ninguna más. Cualquier otro uso hubiese constituido un sacrilegio y el final del mundo como lo conocemos hoy día».
«Sobre la mantequilla, la abuela cuidadosamente esparcía una porción de mermelada, la medida precisa, claro está, la obtenía con otra cuchara especialmente destinada a este menester tan importante».
«Para facilitar su digestión tomaba exactamente una taza de té. La infusión de dicho brebaje duraba el mismo tiempo que el de la cocción de los huevos, es decir, tres minutos exactos».
«Antes de comenzar a desayunar, mi abuelo inspeccionaba meticulosamente los alimentos, mientras mi abuela observaba nerviosamente en espera de finalmente escuchar su gruñido de aprobación».
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