En la búsqueda de una golosina


Capítulo 3… Las cotorras de Chinandega


Atardecer en Poneloya Playa Poneloya, León, Nicaragua
Atardecer en Poneloya
Playa Poneloya, León, Nicaragua

—Fijate vos, el argüende solo para llegar a la venta «La Esperanza», la de doña Lencha, a menos de ochenta varas de la casa, ahí donde se encontraban todas las golosinas y los dulces del mundo entero. Primero, pasaba por la carpintería que se encontraba cabal a la par (justamente al lado); De entrada, vos, mínimo saludaba al maestro Alfredo y a los tres ayudantes. Pero, y si había clientes, pues también tocaba intercambiar cuando menos el saludo, en ocasiones algún chisme (el chambre), o seguramente el chile de ocasión. Menos de eso, hubiera sido una falta total de educación.

—Ahora, si arrancaba para la venta después del almuerzo, entonces de seguro y Dios es mi testigo, estarían las cotorras sentadas a la sombra.

—¿Cotorras, abuelo, a poco había cotorras en Chinandega?

—¡Qué me trague la tierra si miento, bicha! Eran tres cotorras muy ufanas al asecho: doña Claro (la que tenía más vello que yo en las piernas), doña Refugio (la bigotona) y la agraciada doña Sagrario (la que nunca entendí como lograba acomodar tanta carne en tan pequeño asiento). Esta última siempre vestía de negro, añorando una boda supuesta y mitológica. Según esto llevando el luto de la muerte de su quimérico esposo, el que si acaso en sus sueños conoció. Más no te digo porque todavía eres demasiado tierna para estas habladas.

—¡Se la pasaban en sus mecedoras blancas dispuestas sobre la acera! Para pasar por enfrente de ellas, había que pagarles.

—¿Cómo abue, cuantos reales te cobraban por dejarte pasar, vos? Me parece que eran unas brujas por cómo las describes.

—¡Peor que brujas, bicha! La palabra que vos estás buscando es la de ogros. Como en los cuentos de hadas, cuando el héroe tiene que pagarles a los ogros para pasar por el puente, igualito vos.

—Ay abuelo, ¡da miedo ser niño en esa época! Prefiero ser una sipote en la mía.


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