Afortunado el que encuentra un tesoro, en el paso de cada día de su vida
Sucedió que el padre de Felicia, por alguna razón desconocida para Felicia, mantenía siempre una pequeña bolsa de seda verde. La bolsita, la ataba con un listoncito, también de seda, pero de color rojo. Dentro, contenía una buena cantidad de monedas, todas ellas del mismo tamaño y diseño. Cada una valía exactamente un cuarto de centavo oro.
Pero como todo en este mundo tiene su explicación, la bolsita verde, con sus resplandecientes monedas de oro, igualmente poseía una historia propia.
Fue poco tiempo después, de que se casaran los padres de Felicia. El boda resultó de lo más fastuosa, pues ambos eran herederos a unas fortunas que, a frustración de los más audaces contadores de las riquezas ajenas, se podrían considerar, por lo demás, incontables y, más bien, clasificar como invaluables.
Ambos eran hijos de magnates del transporte marítimo y los navíos mercantes de ambas familias, virtualmente recorrían los siete mares. Si no, cuando menos frecuentaban los océanos conocidos en aquella lejana época. Se podría decir que nada les apuraba y todo estaba resuelto. Faltaban unos cuantos años todavía, para anunciar la llegada de Felicia al seno de la familia.
Se instalaron cómodamente en el barrio de Chapinero en una pequeña, pero agradable mansión. Al paso de poco tiempo a su regreso del viaje de luna de miel, ocurrió una pequeña crisis económica a nivel mundial que preocupó severamente al padre de Felicia, pues su fortuna corría el riesgo de cambiar de decididamente estrafalaria a tan solo ridículamente opulenta. Por lo mismo, una noche durante la cena, el padre de Felicia se encontraba un tanto deprimido considerando los tortuosos vaivenes de la vida y de sus poco confiables mercados.
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