Pocos son los recuerdos que conservo de los mejores tiempos de mi vida, la niñez
Al recordar esta escena desde la comodidad y el calor de su cocina, Felipe, se estremeció al revivir ese momento rescatado del cajón de los recuerdos de tiempos pasados.
Esa mañana en particular, jamás se imaginó que volvería a escuchar, poco menos de seis años después y con el mismo desconcierto, ese lastimoso aullido en la noche, que le helaría el alma, su sangre y hasta la médula de los huesos. Había algo, si no siniestro, ciertamente espeluznante, en la tonalidad de su sonido, algo parecido a los lamentos de un alma perdido en los confines más oscuros de la noche.
¿Quién fuera a pensar que Felipe y Pilar volverían a escuchar algo semejante, seis años después, precisamente esa noche mientras degustaban su vino en la cocina, compartiendo sus inquietudes y celebraban la primera composición para piano de su hijo Cipriano…?
Seis años antes, Angélica, a su vez, también se sentiría fuertemente impresionada por el aullido de ese perro, en esencia tan similar y que interrumpió el mencionado desayuno de la familia. Con toda la razón, puesto que en esa ocasión anterior, esos ladridos evocarían uno de los escasos recuerdos que aún le quedaban de sus días de su infancia.
Así fue como Angélica se transportó en su pensamiento a una mañana anterior y más alejada en el tiempo. Un día, igualmente bajo un generoso sol, pero con una diferencia: se sentía el frío del altiplano que se encontraba impregnado en el viento. Ocurrió cuando Angélica tenía apenas cinco añicos de edad.
La mañana en cuestión, aconteció en la ciudad de Villa de Leyva, la cual se encuentra al norte de Bogotá. Transcurría el mes de agosto del año de 1847…
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