Cuan breve nuestra presencia ante el imparable paso de las sucesivas generaciones
Felipe se encontraba un poco distraído en ese momento, profundamente sumido en sus propias reflexiones propiciadas por la íntima quietud de las horas avanzadas de esa noche. Fue en ese preciso momento, cuándo con toda claridad se escuchó el ladrido de un perro a distancia. Posiblemente un detalle entre tantos de la noche; en apariencia eso y nada más, una cuestión trivial y totalmente carente de significado.
No obstante, como a todos nos ha sucedido alguna vez en nuestra vida, ese incidente bastó para evocar un recuerdo casi consumido por el olvido. De esta manera, Felipe recordó de pronto, y de una forma impresionantemente detallada, una conversación con Angélica, la cual sostuvieron algunos cuantos años atrás.
La puesta en escena de este intercambio, sucedió durante una mañana de un inolvidable sol, la cual se encontraba suavemente iluminada con la cálida luz de la montaña. Como por arte de magia, el invierno, en contra de su voluntad, había finalmente cedido su lugar a la llegada de un veranito que proporcionara un pequeño respiro a los habitantes de la ciudad.
Un verano febrilmente esperado por todos los bogotanos, quienes llevaban meses padeciendo las que parecían interminables eternidades de intensos fríos, lluvias y, por si fuera poco, esas neblinas prematuras, las mismas que comenzaban a la temprana hora de sentarse a la mesa al almuerzo y no se disipaban hasta un buen ratico después del pálido amanecer.
Fueron largos meses de pesados ropajes, con cuerpos abultados los más que cansados capitalinos buscaban refugiarse de ese frío tan tenaz de la montaña oriental que alcanzaba a penetrar hasta la médula misma de sus rutinas cotidianas.
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