Algunas cosas duran mucho, pero ninguna es para siempre, esto también es cierto de los desiertos y las montañas y de los asuntos de los hombre
«Esos fueron días felices, no creas que me quejo», continuó Pilar reflexivamente. «Evidentemente, al paso del tiempo, comencé a asistir al colegio. Mi rutina cambió, incorporando las mañanas en la escuela y el piano por las tardes. Sin embargo, curiosamente de alguna manera y en cierto sentido, se acomodaron las cositas y la vida transcurría casi igual».
«Había cumplido ocho años», prosiguió su esposa con voz nostálgica y melodiosa. «Estaba en el segundo año del primario y fue entonces, cuando mi vida dio un giro inesperado». Felipe había preparado artísticamente la selección de quesos. Disfrutaba de estos momentos de intimidad compartida. Mientras descorchaba pensativamente el vino, escuchaba con mucha atención a su esposa.
«Comenzó con la muerte inesperada de nuestra maestra del segundo grado. De la nada, y de un día para otro, dejó de estar perfectamente… y se nos murió. La muerte era un concepto vago y lejano para mí en esos momentos de mi vida».
Felipe paró repentinamente de descorchar el vino y volteó a observar a su esposa. El giro imprevisto que había tomado la conversación lo había sorprendido e intrigado a su vez.
«¿Cómo así, mi amor? Y, ¿de qué murió la señora?» preguntó extrañado. «Me imagino que ya era medio viejita y murió cansada de lidiar con tanta chiquilla malcriada», comentó con una sonrisa, tratando de aligerar el ambiente que se había tornado un tanto fúnebre.
«Si, en efecto se trataba de una señora terriblemente vieja, la pobrecita. Ella era una anciana que solamente Dios sabe porque seguía dictando clases a su avanzada edad. Imagínate, mi amor, la maestra había acumulado la increíble edad de veinticinco años, ¿cómo le parece, Su Señoría? Toda una figura de edad avanzada…»
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