Sin lugar a duda, ocasionalmente nacen ciertos individuos cuyo destino es dejar la indiscutible huella de sus paso por el mundo
Indiscutiblemente Francisco Algodoña, mi ilustre antepasado, fue un personaje singular. Después de recibir el obligado beso del olvido, él descendió a cumplir su destino con su tarjeta azul. En su caso, esta famosa ficha seguramente fue un cuaderno grueso o un libro bastante pesado (igual, probablemente se le especificó un dedo gordo del pie derecho apropiadamente robusto).
En el primer tomo, se estipulaba claramente su entrega a la familia Algodoña Revilla en la ciudad minera de Potosí. Esto sucedió a pesar de lo que pretenden sostener algunas personas de la ciudad de Sucre, a quienes les gusta pensar que Don Francisco nació en esa ciudad de climas benignos.
De joven, el bisabuelo se fue a Valparaíso, Chile. Se inscribió en la universidad para estudiar la carrera de mineralogía. Graduado con honores, regresó a Potosí a trabajar en la minera Huanchaca. En el momento de su incorporación a ella, la empresa perfilaba como la más importante de la región. Con sus ingresos, mi ilustre antecesor, se dedicó sagazmente a invertir en la compra de acciones de esa misma minera en donde trabajaba.
Así llegó a convertirse en el dueño de una cantidad mayoritaria de la empresa. Alcanzó su independencia financiera cuando por los azares del Destino, escritos en su mismo cuadernillo, el precio de los metales alcanzó un boom mundial histórico y el valor de sus acciones se fue a los cielos. Sospecho que, por esta razón, mi madre apuntaba a los cielos con su dedito justiciero.
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