Hablando de ángeles y del cielo, recuerdo claramente que cuando era niño, me gustaba imaginarme el Cielo con sus respectivos ángeles.
Nosotros, humildes mortales pecaminosos, nos mantendrían sujetos a prueba en todo momento de nuestra frágil vida, a cada uno en lo particular. Sin embargo, todos seríamos potencialmente acreedores o no… (de acuerdo con nuestros méritos propios) a ese grandioso premio, a esa meta, a la codiciada zanahoria inmensa, la cual, de forma permanente se encuentra ligeramente por fuera de nuestro alcance: al premio de la Eterna Salvación.
Basta imaginarse a los millones de ángeles contadores, los que se encuentran donde quiera e incansablemente activos dentro de aquellas paradisíacas y majestuosas torres de oficinas celestiales.
Cada uno, ataviado con una reluciente túnica blanca y sin más cuerpo por debajo de la cintura. A falta de extremidades inferiores, en particular de los pies, los visualizaba flotando, rápidos y hacendosos, por entre los cubículos y coronados todos ellos con un halo de luz blanca, suspendido sobre sus cabezas angelicales.
Todos estos seres de luces se manifestaban radiantes y resplandecientes…. Se encontraban distribuidos dentro de la inmensidad de lo Eterno. Ellos vivían una alegre y despreocupada vida eterna al margen y por fuera del Bien y del Mal. Así cada ángel se encontraría frente a sus monitores, siempre atento y con esa pureza de carácter que solamente es alcanzada al dejar de poseer un ombligo en el cuerpo.
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