Hablando de ángeles y del cielo, recuerdo claramente que cuando era niño, me gustaba imaginarme el Cielo con sus respectivos ángeles.
Entonces, yo tenía mi propia visión de ese Cielo que me prometió en su momento el padre Juan. Me lo imaginaba como si se tratara de un inmenso y grandioso conjunto de torres, o bien, de impresionantes e imponentes rascacielos.
En mi infantil e ingenua visión, los edificios infinitamente altos, conformados por una espléndida e intachable amplitud y totalmente libres de divisiones en su interior, constituían una serie de espacios interminables en el seno de la inmensidad del ansiado Paraíso.
Se trataba de un centro administrativo de dimensiones monumentales, extendiéndose majestuoso hacia el infinito. Interminable, este evangélico lugar, se encontraba atiborrado de pequeños e incontables cubículos esféricos que se extendían en todas las direcciones imaginables.
En cada uno de estos cubículos, se dispondría de una multitud de monitores de video. Sumarían millones y millones… incontables pantallas de video. Los monitores se presentarían apilados hacia arriba y hacia los lados, sin final a la vista; y los mismos, serían constantemente utilizadas para vigilar de una forma continua, sin descanso ni interrupción, las acciones de todos nosotros: los mortales, los que aún se encuentran bajo la duda impasible … hasta demostrar lo contrario.
Una labor indescriptible, la de escudriñar a todos… a todos los moradores de abajo. Los que siempre y por toda La Eternidad nos encontraríamos observados.
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