El tesoro


caminante

 

Los domingos jamás pasaba algo nuevo en el pueblo. Tampoco entre semana, ni siquiera los sábados. En particular, durante las largas horas de un domingo como éste, el lugar cobraba la apariencia un pueblo fantasma, abandonado por el paso del tiempo, atrapado en el sofocante calor húmedo y perdido en la inmensidad del paisaje de selva tropical. Alrededor de las seis de la tarde, cuando comenzaba a bajar el agobiante sol, se advertía cómo comenzaban a llegar los primeros señores y algunas cuantas de las señoras a la fonda de la esquina del parque. Para cuando se escuchaban las siete campanadas de la iglesia (esa refrescante hora de la penumbra), las mesas se encontraban llenas y sólo quedaban disponibles un par de los bancos altos dispuestos frente a la barra. Simón servía los tragos de aguardiente y las cervezas bien heladas, combinación típica para quitar el calor tropical y matar la sed. Las bebidas las acompañaba con gajos de naranja, espolvoreados con una pizca de sal, servidos en pequeños platos blancos de cartón. En San Miguel de los Remedios no pasaba algo nuevo, ni siquiera, en los más atrevidos sueños de sus habitantes.

Fue entonces cuando el forastero apareció de pronto en la entrada.


 

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